El Polo Sur se transforma de cara a la crisis climática. Más visitada que nunca, la Antártida revela sus tesoros mientras ruega por atención. No solo la atención pasajera de quienes la visitamos para saciar voyerismos gélidos, sino la de todos los que, a sabiendas o no, desempeñamos un papel en la conservación del continente blanco.
“Ahora hay más turistas que científicos en la Antártida, hace ya tiempo que los números se invirtieron”, dice John Frick, líder de expediciones del crucero que promete llevarnos desde Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, hasta el Polo Sur. Esas no fueron las primeras palabras que escuché a bordo de Le Lyrial, un barco colmado de vinos franceses y esperanza de ver focas leopardo y pingüinos emperador. No fueron las primeras palabras que escuché, pero sí las primeras que se me quedaron grabadas.
Los siguientes 17 días a bordo de Le Lyrial son una montaña rusa de emociones y contrastes. De paisajes sublimes y rorcuales desinhibidos. De planes frustrados y sorpresas gratas. De días y días en altamar que dan lugar a aprendizajes teóricos y conversaciones incómodamente necesarias. De panadería exquisita, del arpa de Rodrigo acompañada de las castañuelas de Lourdes y de pingüinos barbijo que tratan empecinadamente de saltar desde el mar hasta un iceberg que les queda grande. Pero, sobre todo, de preguntas.
Orgullosísimo de pertenecer a la flota Ponant, la única naviera con bandera francesa, el barco nos recibe con champaña y saludos bilingües. Es un ir y venir entre francés e inglés al que solo los canadienses están acostumbrados. El crucero es pequeño y la vida a bordo apuesta por la calma antes que el frenesí. Ventanales, vino y música en vivo hay de sobra. Niños, actividades recreativas para matar el rato y fiesta, si acaso lo justo. Este no es un viaje de entretenimiento, sino de contemplación.
Llegar a la Antártida toma entre dos y tres días. Incluso más, si hay mal tiempo. Cruzar el pasaje de Drake, en español llamado mar de Hoces, no es cualquier cosa: su fama de mareas intimidantes y aguas turbulentas no es en vano. Esos días en altamar, los mismos que se recomienda pasar con dimenhidrinato a la mano, son los que aprovechamos para equiparnos con botas de hule y escuchar presentaciones de los naturalistas a cargo de guiar las expediciones.
Si bien unos días aislados no valen como muestra representativa de nada, no dejo de pensar que también el buen tiempo es relativo. Quizá tenemos suerte, quizá estamos celebrando los efectos superficiales del cambio climático. No lo sé, genuinamente me lo pregunto. Lo que sí sabemos es que, en los últimos 50 años, la península Antártica se ha calentado casi 3 °C, cinco veces más rápido que el promedio de la Tierra.
A quién le pertenece la Antártida depende de a quién se le pregunte. Los reclamos territoriales están llenos de solapamientos. En aras de mantener el Polo Sur libre de conflictos bélicos, 12 países con actividad en el continente firmaron un acuerdo en 1959. Desde su entrada en vigor, año y medio después, el Tratado de la Antártida mantiene un status quo que vela por la paz y la libre investigación científica. Más tarde se agregó como pilar la conservación.
Como integrante de la asociación, Ponant está obligada a acatar reglas que incluyen restringir las expediciones en tierra firme a un máximo de 100 pasajeros y pasar las botas por desinfectante antes y después de cada desembarco. Mientras que las charlas sobre la envergadura del albatros y la expedición de Shackleton son opcionales, las que abordan normas de bioseguridad y observación responsable de vida silvestre son obligatorias. Una presentación más, también de carácter imperativo, se suma para los que optamos por hacer kayak. Si bien el riesgo es mínimo, cuando el mar registra menos de 10 °C conviene saber cómo vestir un traje seco y qué hacer en caso de volcadura.
Así como los días en altamar se hacen largos, los que pasamos en la Antártida se van volando. Vemos desprendimientos de glaciares y pingüinos juanito nadando cual torpedos. También hay una base ucraniana, de nombre Vernadsky, que cobija un pub heredado de los británicos. Antes del Covid, los turistas podían visitar algunas estaciones. Hoy, apenas podemos dejar vino y pan a nuestro paso. En ausencia de contacto directo, el gesto es una muestra de camaradería. Una tradición marinera que perdura en los polos y que me deja pensando, ¿qué hace posible la continuidad de la tregua antártica que no vemos en el resto de los continentes?
La Antártida se revela mítica. Hace justicia a su fama y comparte escenas de campos de hielo custodiados por elefantes marinos y focas de Weddell. También hace lo contrario. Muestra parajes desprovistos de blancor y deja a más de un compañero de viaje con quejas que tienen que ver con llevar ropa de más y no de menos. Sentimos calor cuando auguramos frío, vemos pastos donde esperamos nieve y estamos acompañados pese a jurarnos solos. En el continente blanco, tan remoto como visitado, la pretensión de certeza es aún más frágil.
Sin saber cuál es el plan, nos dejamos sorprender por encuentros íntimos con ballenas jorobadas y atardeceres dignos de Caravaggio. Los viajes a la Antártida son extrañamente vagos. Pocos productos turísticos, en especial cuando cobran más de 15,000 dólares por persona, se valen de itinerarios tan imprecisos. Por lo general, los cruceros que ofrecen visitas a Mallorca y Montego Bay no las cambian repentinamente por Santorini ni San Juan. Nadie quiere que le den gato por liebre, pero, como este mar no es el Caribe ni el Mediterráneo, los planes se trazan sobre la marcha para evitar decepciones.
Para llegar a Buenos Aires, donde termina el viaje, hacen falta tres días de navegación. El barco, con horarios definidos, ofrece festines, tratamientos de spa y rebajas en la tienda de recuerdos. La espontaneidad, en cambio, ofrece charlas que no parten de un guion y espectáculos naturales de delfines que no se cansan de saltar. Me prometo chapuzones en la alberca que nunca llegan, corro a la cubierta cada vez que vislumbro el soplo de un cetáceo y aprovecho el privilegio de compartir tiempo con mi papá, que vive a miles de kilómetros de mí.
Como quien suplica ayuda, comparto un cuestionamiento que me persigue desde hace tiempo: ¿qué hace uno como individuo para evitar la hecatombe? André, apasionado oceanógrafo y climatólogo con estudios de doctorado, no tiene una respuesta concreta, pero se niega a renunciar a la pregunta. Hacerlo nos deja sin esperanza ni posibilidad de acción. Sin ello, ¿qué le depara a Antártida?
Este texto fue escrito por Marck Guttman, fotógrafo, escritor y partidario devoto del turismo sostenible. Dirige el blog Don Viajes y ha publicado más 800 historias en medios como Esquire y National Geographic Traveler. Las montañas son su lugar feliz y el pan dulce su primer amor.
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