Descubrir el paisaje agavero es internarse en una historia llena de tradiciones y de magia.
Salir por la tarde fue un error, pensé. El tráfico de Guadalajara es cada vez más parecido al de las grandes urbes: imposible. Pero en menos de una hora estábamos en una carretera de ensueño: hileras de agaves azules que, al paso del tiempo y con cada rayo de luz, iban transformándose en un horizonte profundo, como si fueran un espacio mítico, cercano a los cuentos de Juan Rulfo.
O a esa magia de los lirios acuáticos de Monet, donde la luz «artificial» del museo de L’Orangerie los coloca ante la mirada en un juego de claroscuros.
El paisaje agavero quema, deja una huella indeleble. Estamos pasando por El arenal, el primer municipio que abre la ruta del Tequila. Aquí comienza una historia de tradiciones, de haciendas, como La Providencia, y de familias que han dejado años, hijos, nietos, en hacer del tequila la bebida nacional de México. Su nombre proviene de Tecuilan o Tequillan, «lugar de tributos».
Recorremos el paisaje en silencio. Nos da tiempo para llegar a Amatitán, conocido por sus casonas y haciendas como la de San José del Refugio o la ex hacienda de San Antonio del Potrero o la Taberna de los Tepetates. Esto es Patrimonio de la Humanidad.
La ciudad principal, Tequila, está regida por el volcán con el mismo nombre, con sus 2900 metros sobre el nivel del mar reina como un guardián de estas tierras. A sus espaldas está Teuchitlán, que guarda uno de los sitios más emblemáticos de la zona, el complejo de Guachimontón. Un templo circular, probablemente en honor al dios del aire Ehécatl (los templos circulares en las culturas mesoamericanas permiten el paso del viento sin que este o la deidad tengan que detenerse en las esquinas de un edificio cuadrado) servía para celebrar la ceremonia del vuelo.
En Tequila se pueden visitar distintas casas coloniales, haciendas (como la hermosísima Quinta Sauza) y casas productoras así como el Museo Nacional del Tequila donde el cautivado espectador se hará de varios secretos: desde saber que la variedad de agave utilizada para el tequila es el Tequilana Weber (azul), cómo es la jima en los campos, cómo se corta la «piña» de los agaves, el viejo uso de hornos de piedra hasta el proceso para llegar al tequila, todo lleno de anécdotas que provienen de siglos atrás.
La Catedral de Tequila es también un sitio obligado, con algunas piedras labradas por los tecuiltecas, sus muros de piedra hablan del encuentro novohispano. Caminar por sus calles es develar una historia de familia, de una gran familia que son sus pobladores enamorados del fruto líquido de esta tierra. En cada esquina hay un pequeño expendio de tequila o una tienda de artesanías (la región es rica en obsidiana, ópalo, guajes). Es posible tomar un tren por las zonas agaveras con degustación de tequila incluida.
Me dicen que vaya hasta Magdalena, otro poblado cercano que forma parte de la ruta del Tequila. Famosa por sus minas de ópalo (es el segundo productor a nivel mundial), tiene en su haber la Laguna de la Merced. El recorrido bien vale la pena, los ópalos que veo en una de las tiendas son bellísimos. No tengo más remedio que llevarme uno complacida. Y beber un traguito de tequila a la salud de lo amigable de la gente de esta tierra.
Cada uno de los poblados de la ruta invita a acercarse al tequila desde otra perspectiva, una íntima, a flor de piel. Me voy de este paisaje agavero, azul intenso, azul adentro, como reza la canción «Borrachita de tequila, llevo siempre el alma mía/ para ver si se mejora de esta cruel melancolía./ ¡Ay!, por ese querer, pos qué le he de hacer/ si el destino me lo dio para siempre padecer./ Como buena mexicana sufriré el dolor tranquila,/ al fin y al cabo mañana tendré un trago de tequila?»
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