Basta recorrer las calles de esta bella ciudad, para comprender que la exrepública soviética merece una visita.
¿Pero ahí no hay guerra? Los prejuicios y el desconocimiento pueden impedir que muchos turistas cuenten con Georgia entre sus posibles destinos. Pero basta recorrer las calles de su capital, Tiflis, para comprender que la ex república soviética bien merece una visita.
Situada en la antigua Ruta de la Seda, en el umbral de Europa a Asia, Tiflis sorprende al viajero con antiguas mansiones "art déco", pintorescas vinerías y termas sulfurosas. La decadencia de muchos edificios no oculta el florecimiento que vive la ciudad.
Así se advierte ya desde la llegada al aeropuerto. No hay miradas extrañas ni preguntas suspicaces: el control de pasaportes (sin necesidad de visado para muchos países de origen) termina rápidamene con un "Bienvenido a Georgia".
El país busca entrar en la Unión Europea (UE), y eso se nota. Pero no es el futuro, sino el pasado lo que pesa más en el imaginario exterior: Georgia fue presa del crimen y la corrupción hasta la Revolución de las Rosas en 2003. Y en 2008 libró una guerra de cinco días con Rusia.
Tiflis tiene una larga historia de dominios extranjeros, comprensible por su privilegiada ubicación estratégica.
Cuando el rey Vajtang Gorgasali la hizo capital en el siglo V, la ciudad era parte del Imperio Romano. En el siglo VII quedó en poder de los árabes. Luego llegaron los persas, los turcos, los mongoles y otra vez los persas, hasta que en 1799 quedó bajo dominio de Rusia hasta la caída de la Unión Soviética.
La influencia multicultural dejó marcas profundas en la ciudad, hasta el punto en que el turista la recorre perplejo y en muchos sitios se pregunta en qué parte del mundo está realmente.
Una de las cosas que llaman la atención al recorrer el centro histórico de Tiflis es la proliferación de iglesias. La basílica ortodoxa de Anchiskhati, del siglo VI, es la más antigua. El arco de entrada árabe recuerda a los antiguos conquistadores.
Más importancia religiosa tiene la Iglesia de Sion, sede del patriarca de la Iglesia georgiana: el segundo hombre más importante del país, según muchos locales. El sha de Persia la convirtió en mezquita y los mongoles la destruyeron, pero luego fue reconstruida.
Destrucción y reconstrucción son, en general, las dos tónicas que marcan toda la historia de Tiflis. Caída y progreso, esplendor y decadencia. La conjunción de esas dinámicas opuestas es lo que vuelve la ciudad tan interesante para el visitante actual.
El tiempo corroe las casas "art déco" en el barrio de Sololaki y les da una pátina mórbida y fantasmal, como si se tratase de la escenografía para una película, y quien se aventura por las callejuelas del centro llega a la armoniosa iglesia de Betlemi.
Para tener una vista privilegiada del conjunto se puede tomar un teleférico a la montaña Mtazmida y su torre de televisión de 274 metros de altura. Así pueden verse en el horizonte los bloques grises de viviendas levantados en los suburbios en tiempos soviéticos.
El turista no recibe de golpe el encanto de Tiflis: va siendo seducido poco a poco, casi sin darse cuenta. Y parte clave de ese proceso es visitar algunas de las bodegas de la ciudad para beber algún buen vino georgiano acompañado por los típicos "chinkalis" (empanadillas) y "jachapuris" (pan de queso).
Mezclarse con los lugareños en el boulevard Rustaveli, conocer las bondades de los famosos baños sulfurosos en Abanotubani o dejar pasar el tiempo en un café de la calle Irakli Abashidze son otros de los placeres que reserva la capital georgiana.
Con aire a veces europeo y a veces asiático, la ciudad situada a 1.200 kilómetros de Teherán y 3.000 de Berlín cabalga entre dos continentes y entre múltiples influencias. Y toda esa tradición cuajó hoy en una diversidad de placeres que sorprenden al turista y lo convencen de que Tiflis, sin duda, merecía una visita.
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