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Marruecos a camello, aventura desierta

Viajar por Marruecos es experimentar en carne propia la sinuosidad del desierto. Vive tus propias mil y una noches.

No somos los primeros, ni seremos los últimos en advertirlo pero, en efecto, los mexicanos estamos emparentados con los marroquíes. Ya lo había sentenciado el escritor Alberto Ruy Sánchez, uno de los principales partidarios de esta teoría: no sólo es el paisaje semiárido lo que es similar en ambos países, hay demasiadas coincidencias culturales que nos llevan a pensar que los ocho siglos de dominio moro en la Península Ibérica no fueron en vano, y en lo bien que se colaron en las tres carabelas de Colón.

Nuestra odisea por Marruecos (Al-Maghreb en árabe, que literalmente significa occidente) empezó en Fez, una ciudad medieval árabe, donde cada año en junio, desde 1994 se celebra el Festival de Música Sagrada (al que asistimos en su XIV edición). Pero, cautivados por el misterio del Sahara, decidimos recorrer el país.

Si quieres viajar por el tiempo, comienza en Fez, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco y considerada el centro cultural y religioso de Marruecos. Esta urbe de casi un millón de habitantes está totalmente divida en dos. Una de las características del colonialismo francés del siglo pasado fue separar las medinas de las metrópolis nuevas.

Esta política permitió, sobre todo en este caso, que la ciudad medieval permaneciera prácticamente intacta por tantos siglos. Las únicas adiciones contemporáneas a la medina Fassi han sido básicamente la electricidad y los turistas.

Fez el Bali, la medina vieja, te transporta a escenarios sacados de películas bíblicas. La mejor manera de conocerla es callejonearla. Si te da la noche y de plano no encuentras la salida, hay un montón de niños que, a cambio de un par de monedas, te encaminan a tu destino con una sonrisa y muchas historias.

Amurallada y claustrofóbica, la medina irrumpe en un laberinto de callejones. El área de las carnicerías junto a la de frutas y verduras, luego la ropa, kaftanes, galabiyyas, hijabs, babuchas, cosas de poliéster y cacharros de plástico hechos en China, sin olvidar electrodomésticos, artesanías, hilos y especias, vendedores ambulantes, puestos de comida y mezquitas. La cacofonía de sonidos, voces, movimiento y aromas es delirante e irresistible a la vez.

Si regatear te parecía un deporte mexicano, era porque no se había competido contra Marruecos. Comprar una túnica requiere de agobiantes negociaciones que se acompañan con un dulce té de menta, la bebida nacional marroquí. Los vendedores son agresivos, pero todo es parte del juego. La única regla es regatear.

Los marroquíes -nos atrevemos a decir que al igual que los cubanos- han perfeccionado la técnica de descifrar la nacionalidad de los turistas. Bastan unos instantes para que te pregunten de dónde eres, y si adivinaron que eres mexicano, añadirán: «¡Ah! Rafa Márquez». Puedes contratar a un guía para viajar hacia las dunas del Sahara, o rentar un coche o viajar en camello.

Son alrededor de 500 kilómetros, que se pueden recorrer en un día. La carretera está bien mantenida, con señales claras en árabe y francés. Hay retenes de policías en el camino, y aunque a nosotros nunca nos pararon, prepárate a enseñar tu pasaporte y visa si te los piden.

El paisaje se vuelve más montañoso por el Atlas Medio, por pueblos como Sefrou, Boulemane, Midlet y Rich, y gradualmente más árido, llegando a Rissani. Montones de qasabas, pueblos amurallados construidos por la mayor parte con la misma tierra, rodean los oasis en donde el agua milagrosamente fluye debajo de la arena. El contraste es espectacular.

Montañas desérticas le abren paso a franjas verdes de palmeras de dátiles y parcelas de sembradíos. Los pueblos parecen nacer orgánicamente de la tierra, como relieves barrocos sobre las montañas y entre las dunas.

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De Rissani a Merzouga, ya muy cerca de la frontera con Argelia, la carretera se deteriora un poco y el paisaje se vuelve de color arena. Una de las características más sobresalientes y estéticas de las construcciones marroquíes es que conservan el color orgánico de la tierra. Merzouga está a las faldas de las dunas de Erg Chebbi. Dicen que Erg Chebbi fue castigo de Dios, porque en una ocasión la gente rica del pueblo se rehusó a ayudar a una mujer que pedía asilo con sus hijos.

Hay varios albergues en Merzouga, desde tiendas de campaña bereber, hasta hoteles de lujo  (por cierto, sólo un hotel tiene un bar que vende alcohol: el Auberge Kasbah Tombouctou). Los mismos hoteles organizan las caravanas por el desierto, de horas o días de duración, en camello o en carros todoterreno, aunque en las dunas hay que disfrutar del silencio. Pasa por lo menos una noche en el fondo de una duna, es una experiencia inigualable.

Sales del albergue al atardecer, cuando las temperaturas bajan un poco. Un guía bereber lleva la fila de camellos por las orillas de las dunas, que pueden llegar a medir hasta 150 metros. Protector solar, gorras, camisas de manga larga y pantalones son indispensables, pues incluso con el sol a punto de esconderse tras las dunas, el calor es opresivo y los rayos queman la piel.

La palabra Sahara significa desierto, no obstante, la designación redundante es apropiada. A pesar de que Marruecos sólo ocupa una pequeña sección de las dunas del Sahara (comparado con Argelia, por ejemplo), la vista desde un camello en medio de ese océano de arena es un sueño. Bájate, camina descalzo y descubre un mar Caribe seco y anaranjado.

Una vez que cae la noche sólo hay silencio, y miles de estrellas que junto con la luna hacen que la arena brille con intensidad. Dicen que Jesús enfrentó sus tentaciones en un desierto, y aquí es fácil imaginarlo. Es la nada, el silencio absoluto, y las dunas se extienden en todas las direcciones.

Alacranes no vimos, pero dicen que los hay, al igual que serpientes. El baño es improvisado, fíjate por dónde caminas. Al amanecer, el sol, inminente, omnipotente, se levanta sobre las dunas, coloreando el paisaje de un anaranjado brillante.

De Merzouga a Marrakech es un viaje largo, 670 kilómetros, que aunque se puede hacer en un día, te recomendamos hacerlo en dos. No te fíes de los conductores marroquíes. No es el exceso de velocidad, es la adrenalina por esquivar (o no) los obstáculos en el camino.

La primera parte del viaje, de Merzouga a Todra Gorge (literalmente la garganta de Todra, un hermoso cañón) es plana y árida, con Erg Chebbi como telón de fondo. Pero gradualmente los marrones claros y secos del desierto dan lugar a un rojo cobrizo, plantas frondosas, flores, ¡nopales! y curvas dignas de una montaña rusa.

Puedes pasar la noche en Ouarzate, a las faldas del Gran Atlas. Es una pintoresca ciudad cuya atracción principal es el Atlas Film Studio, en donde Bernardo Bertolucci filmó El cielo protector, adaptación de la novela del mismo nombre de Paul Bowles, y Ridley Scott filmó Gladiador. A seis kilómetros de aquí, David Lean dirigió Lawrence of Arabia. Desde aquí son 200 kilómetros a Marrakech al otro lado del Gran Atlas.

Quizá Marrakech, «la ciudad roja», como también se le conoce por los pigmentos naturales que adornan muchos de sus edificios, se ha convertido en el principal destino turístico del país. Es también una ciudad caótica y delirante. Todo gira alrededor de la plaza principal, Djemaa el Fna, con un mercado de comida vasto en el centro, vendedores, encantadores de serpientes, cuentacuentos y psíquicas.

La plaza también marca la entrada a la medina por un lado, y la de la mezquita por el otro. Si la medina de Fez es medieval, la de Marrakech, con su enjambre de motonetas, burros, gente y bicicletas, es un peligro en potencia. Vale la pena quedarse ahí.


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De Marrakech a Casablanca, el viaje en tren es de menos de tres horas. Casablanca es como el Nueva York de Marruecos (Rabat, la capital, sería el equivalente a Washington, D.C.). Es decir, la ciudad se precia de ser muy diferente al resto del país.

No es quizás la ciudad más turística, por ser una urbe relativamente nueva que creció vertiginosamente a mediados del siglo pasado, pero sí la más industrial y empresarial, así como motor económico del país. Por lo mismo, los contrastes económicos son mucho más evidentes que en otras partes de Marruecos.

Como Casablanca técnicamente no tenía lugares turísticos (ni siquiera la película homónima de esta ciudad protagonizada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman fue filmada en locación), al Rey Hassan II se le ocurrió construir una megamezquita que se convirtiera en el símbolo de la ciudad, ¿y cómo crees que la bautizó? Pues la Mezquita Hassan II.

La población marroquí financió esta edificación faraónica que se construyó en 13 años y fue inaugurada en 1993 para convertirse en  la segunda mezquita más grande del mundo (después de la Mecca). Y no sólo eso, la mezquita Hassan II es una de las poquísimas que el turista foráneo puede visitar en el país.

Después de visitar las otras medinas del país, la de Casablanca está llena de mercancías falsificadas. Te recomendamos hacer tus compras de artesanías y productos típicos fuera de Casablanca.

La comida en el país magrebí es rica aunque no tan variada. El cuscús (elaborado con semolina) y el tayín (que en realidad es el nombre del recipiente de barro) son obligados y en Casablanca, la ciudad más grande del país, no hay que dejar de probar el pescado.

Otra de las características que hacen muy fascinante a este país es que cada ciudad marroquí conserva su personalidad propia. El provincialismo e historicidad de Fez contrasta con la aspiración cosmopolita de Casablanca y a su vez con la efervescencia y delirio de Marrakech. País diverso, enigmático y entrañable que debe estar en cualquier lista de lugar pendiente por visitar. Tanto así que uno se puede llegar a sentir totalmente en casa por aquello de la familiaridad cultural.

National Geographic

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