Todo cabe en la campiña que rodea Florencia: pueblos medievales, tesoros del arte y la arquitectura universal.
Pocos saben que la elegante Toscana tiene un pasado tosco. En épocas del imperio romano, las serranías al norte de Roma estaban habitadas por los etruscos, gente poco educada en comparación con los romanos, que no conocían los refinamientos de la mesa.
La palabra «tosco» proviene de este pueblo. Las vueltas de la historia han convertido a la Toscana en el súmmum del arte y la arquitectura, generador de la moda, tierra del vino y de la codiciada trufa blanca.
Florencia, capital de la región, está rodeada de una campiña con un centenar de pueblos amurallados de los que la separa un abismo: mientras Florencia es la cuna del Renacimiento, los pueblos que la rodean están sumergidos en los siglos XII y XIII.
Recorrer en auto la Toscana es retroceder a la Edad Media. Entre sus apacibles colinas pobladas de cipreses, se esconden pueblitos medievales.
La mejor manera de conocer la campiña es alojarse en un hotel rural como Laticastelli, un antiguo castillo del siglo XIII que fue parte de las fortalezas que protegían a Siena, ubicada a sólo diez kilómetros. Visitarla es perderse por sus calles angostas y sinuosas, vedadas al tránsito, que tarde o temprano terminan en la Piazza del Campo, una inmensa explanada flanqueada por edificios del 1200 y el Palazzo Pubblico, con su campanario en la Torre del Mangia que supo ser la segunda torre más alta de Italia.
Gente con mapas y guías en todos los idiomas se sientan en la plaza a comer su pizza al taglio (al corte) o un panforte, la pastelería típica hecha con naranjas confitadas y especias regionales. Comer es el verbo en Italia y Siena rebosa de pizzerías, heladerías, enotecas, bares al paso con panini y lugares especiales como la Antica Pizzicheria.
La ruta del Chianti comienza a pocos kilómetros de Siena, un camino custodiado por cipreses que de pronto se abre en laderas verdes y pardas, geométricamente plantadas con vides y olivos. En el momento menos pensado aparecerá la silueta de una fortaleza del siglo XIII en lo alto de una colina. Es San Gusmé, la porta del Chianti, el primero de media docena de fortalezas medievales, parecidas y diferentes.
Todos tendrán su muralla de piedra rosada, su gran puerta de entrada, sus callecitas peatonales y sus señoras a quienes es fácil imaginar con las manos en la masa.
Por fuera de la ruta del Chianti se enhebran más pueblitos a pocos kilómetros unos de otros. Cortona, donde se filmó Un amor en la Toscana o San Gimignano, donde se filmó Té con Mussolini.
En Cortona todas sus calles son empinadas a excepción de una sola y hay exquisitas tiendas de papeles artesanales floreados, un oficio florentino antiquísimo. En su calle principal está el museo de la tortura de la época de la Inquisición y tiendas donde se venden suvenires. Aquí está también la heladería Piazza Dondoli, campeón mundial del helado cuatro años seguidos.
Al oeste de Pienza, sobre el final del Valle de Orcia, se inicia la otra ruta del vino, la del Brunello que gira en torno a Montalcino, cinco mil almas que viven dentro de su muralla. Cerca de allí parten caminos de tierra que llevan a fincas productoras de vino y haciendas privadas.
El encanto de la Toscana es perderse en sus caminos y toparse con una muralla medieval a la vuelta de una curva, probar un vino y un queso y dejarse llevar por esa mezcla única de sofisticación y naturaleza salvaje.