Suntuosa, de dimensiones monumentales y de gran tradición histórica, la capital austriaca refleja su pasado imperial y su actitud vanguardista.
Salgo del mercado de Naschmarkt con cuatro bolsas repletas de suculentas delicias (pimientos rellenos, camarones marinados, aceitunas picantes, queso de oveja, pan horneado con leña…) que no tendré tiempo de disfrutar en las 48 horas que pasaré en la capital austriaca.
El Naschmarkt es un mercado de alimentos exóticos que ya existía en el siglo XVI, y los sábados se prolonga en un Flea Markt, o mercado de pulgas, con tesoros inimaginables. Nadie que pase por Viena debería perdérselo.
Por cierto, he de aclarar que casi siempre sigo las advertencias de los expertos, y antes de tomar la Línea U4 del metro, que me dejaría en la estación Kettenbrückeng, a medio Naschmarkt, he almorzado en uno de los sitios más ilustres de la ciudad: el Schwarzes Kamel, o, lo que es lo mismo, el Camello Negro. Y, aclaro, es imposible salir de ahí con hambre. En el quicio hay una fecha: 1618, que indica desde cuándo esta tienda produce una gran variedad de panecillos untados con delicadas combinaciones de sabores, que van del salmón, quesos y jamones, a semillas, yerbas y frutas, y pueden ser acompañados, si es de mañana, con un café con leche, y si se trata de un caluroso mediodía, con una copa de vino blanco austriaco Veltliner, o, si de tarde, con un tinto Zweigel, también de la casa.
Pasado imperial
Viena es una ciudad cuya suntuosidad es el reflejo de detalles finos que se fueron añejando durante los siglos de la monarquía de los Habsburgo, y constituyen ahora el grado más alto de la civilización. Para sentirlo basta una caminata por los alrededores de la catedral de San Esteban o un viaje en los tranvías 1 y 2 que circundan medio centro, desde el Museo de Historia Natural hasta la Plaza de San Carlos o el Parlamento.
Entre los viejos y tradicionales cafés están los literarios, como el Prückel o el Engländer, en los que es posible encontrar escritores borroneando papeles durante horas; o tertulias, como las protagonizadas por Hugo von Hofmannsthal, Arthur Schnitzler, Stefan Zweig y Karl Kraus. Los hay grandes y suntuosos; sin embargo, mis favoritos son los pequeños, donde los meseros vieneses se desplazan como príncipes y, como su reino es justamente nuestra mesa, cuidado con ordenar groseramente: «un café, por favor». En Viena, y sobre todo en estos pequeños locales, se corre el riesgo de ser borrado del panorama por tiempo indefinido. Se debe ser absolutamente específico en materia de la bebida sagrada, la cual tiene docenas de posibilidades debidamente registradas en el menú.
Sería un error pasar por Viena y no cruzar la puerta del café Hawelka (www.hawelka.com) a la media noche. Se puede ir ahí a cualquier hora del día, pero está lleno de turistas. A las 12, en cambio, como obran los hechizos, es tomado por los vieneses, y se transforma en un reducto del pasado. Sólo entonces sirven un pastel especial llamado Buchteln, que vale la pena probar.
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El espíritu vienés
Pero, dejemos esa visita para después. El reloj de las 48 horas ya ha comenzado a correr, y el día aún está por delante. Si se tiene inclinación por las concentraciones de objetos en vitrinas y pasillos, en Viena hay varios museos que podrían ser interesantes, como el de Tecnología o el de Historia del Arte. Algunas tiendas podrían parecer museos también, y esto se debe a ese peculiar sentido del refinamiento, buen gusto y aprecio por los detalles inmunes al tiempo, que constituyen el espíritu vienés. La tienda de bicicletas y bar Radlager (www.radlager.at) es un viaje por una de las grandes pasiones de Europa, y es posible salir de ahí con un casco de cuero con cincuenta años encima, por decir algo, o una reluciente Puch vintage, la auténtica bicicleta austriaca, por casi nada. Ni siquiera en Solms, la fábrica alemana, he visto tantas cámaras Leica juntas como en la Leica Shop de Viena. Por viejo o inútil que sea, si se trata de algo exquisito, tendrá un sitio privilegiado en algún rincón de esta ciudad.
En materia de museos convencionales, habrá que echar un vistazo a la programación del llamado Museums Quartier (www.mqw.at), complejo donde se concentran los más importantes museos de la ciudad: el de arte, el de arte moderno, el de arquitectura, el de diseño, el de los niños. Es muy posible que se encuentre algo de interés ahí. Pero, lo que sería completamente inaceptable sería no visitar, aunque fuera de paso y aunque ninguna de las exposiciones que ahí se ofrecen te llene el ojo, es el remodelado Palacio de Albertina (www.albertina.at), el cual es en sí mismo, por dentro y por fuera, una gigantesca joya en el corazón de la ciudad (aunque los vieneses no estén conformes con el resultado de la remodelación). Por poner un ejemplo, la depurada y tradicional escuela de equitación vienesa, con sus educados caballos de origen español (Lipizzaner) tiene reservado ahí un salón para su entrenamiento matutino, el cual es abierto al público. Si caminas por los alrededores, encontrarás la escultura de Alfred Hridlicka que representa a un judío puliendo los pisos, polémico y estremecedor monumento contra el fascismo. Y más allá será fácil dar con la Viena moderna, si se cruzan los restos de un sistema de drenaje de la época romana y se comienza a caminar por la calle.
Cuando caiga la noche notarás que Viena se abre en otro sentido, y el tiempo cobra otra dimensión. Definitivamente sería un error desperdiciar varias horas formado a las puertas de la famosa discoteca Empire, la cual es ruidosa y desquiciante; incluso buscar El Floridita, que es el mejor club de son cubano en mil kilómetros a la redonda. Lo que habría que hacer en Viena, de noche, es meterse en bares pequeños donde se pueda beber y conversar, como el Das Möbel o el Top Kino, que además es un cine, o sumarse a la congregación anarquista del Fluc, o cenar en un animado y refinado restaurante como el Landtmann o el Plachutta, y, si se es amante de la música, buscar el mejor bar de jazz de la ciudad: Porgie & Bess (www.porgy.at) o, si has tomado la precaución de comprar tus boletos con anterioridad, ir directo a la ópera (www.staatsoper.at).
El emblema de la ciudad
Al día siguiente habrá que levantarse temprano y seleccionar algunas adquisiciones del Naschmarkt para hacer un pic-nic en los alrededores del palacio de Schönbrunn (www.schoenbrunn.at). Quizá el lugar más hermoso de Viena.
Inmediatamente después, encaminarse hacia el Prater (www.praterservice.at). Lo que verás al llegar ahí es algo muy parecido a una feria con juegos mecánicos común y corriente. Pero ese lugar no tiene nada de común, y mucho menos de corriente. Es el mismísimo emblema de Viena. La rueda de la fortuna, que nació con el siglo XX, es la única de esas dimensiones descomunales que sobrevivió la embestida de tiempo. Simboliza una de las líneas que elevan el espíritu austriaco hacia la modernidad. Si se sube a sus viejas cabinas, desde las alturas verás palpitar a Viena. Para realizar un viaje de reconocimiento por el parque está disponible un tren de vapor pequeñísimo, llamado Liliputbahn.
Cuando llegue la hora, habrá que asistir, a la cita con una de las más exquisitas tentaciones culinarias que ofrece Viena, y que se encuentra a medio Prater: el Schweizerhaus. Si no estás con ánimo de atacar una pierna de cerdo y hartarte de cerveza, siempre podrás recurrir a otra de las tradiciones vienesas: ir a un local del Prater que se distingue por ofrecer solamente trozos de un enorme pastel húngaro de especias llamado Longos, y comprar un poco de Salzgurken (pepinillos macerados), proveniente de un gigantesco barril del puesto de enfrente. Mientras apagas el apetito, piensa que eso que estás haciendo, lo hacía un vienés hace 100 años, con el mismo desenfado.
Las 48 horas han volado, así que no queda sino relajarse y encontrar sosiego para despedirse de Viena. Sugiero hacerlo con un buen baño en alguna de las piscinas que se abren en el verano. La más accesible será, por supuesto: Badeschiff (www.badeschiff.at), que es una alberca-bar dentro de un barco anclado en uno de los brazos laterales del Danubio. Ahí verás morir la tarde, y encenderse poco a poco, de nuevo, las luces de la ciudad.