El termómetro marca -22 grados centígrados con sensación térmica de muerte en vida. En quince años de escribir sobre viajes nunca había empezado una crónica con la temperatura como protagonista. Nunca, tampoco, había estado a dos pasos del círculo polar ártico en invierno ni visitado un pueblo cuya tradición más entrañable consiste en tomar un vaso de whisky adornado con lo que queda de un dedo amputado.
Desde Whitehorse, la capital del Yukón, tomamos un vuelo de aproximadamente una hora para llegar a Dawson City. Ahí nos espera un aeropuerto cuyo edificio es más o menos del mismo tamaño que un Oxxo. La localidad, antigua capital del territorio, es prácticamente un museo de sitio. Una ciudad que nació a finales del siglo XIX con la fiebre del oro Klondike y que poco a poco está reescribiendo su historia. A estas alturas, los cuentos maniqueos de vaqueros que descubren lugares ya habitados se antojan rancios.
Gracias a su colección de edificios legendarios y a su título de sitio histórico nacional de Canadá, Dawson City está acostumbrada al turismo veraniego. Después de todo, hace un siglo está ciudad tenía una población similar a la que presume hoy el Yukón completo. En los meses fríos, sin embargo, las visitas somos contadas. Hacen falta muchas ganas de algo para ponerse al tú por tú con los inviernos del norte canadiense; no el de los edificios y los metros, sino el de los caribús y los narvales.
A pesar del frío –o quizás por él– Dawson es un lugar de gente cálida y conversación sin esfuerzo. Extrañados, los locales se preguntan qué hace un cuarteto de mexicanos deambulando por el pueblo en invierno. Esperanzados, respondemos que cazar auroras boreales. Al Yukón nadie llega por equivocación. Y nosotros, equipados con una primera capa de lana de merino, quién sabe cuánta cosa en el medio y chamarras rentadas que parecen listas para la siguiente glaciación, venimos a lo que venimos.
Cerca de Alaska y lejos de cualquier otro sitio, Dawson City está rodeada de montañas monumentales. Esto último no es solo sentido figurado. 110 km al noreste de la ciudad, el parque territorial Tombstone se presenta como un imperdible. Sobre todo, por la montaña en forma de lápida que da nombre a la reserva. Yo no soy mucho de perseguir lugares con títulos autoproclamados, pero tampoco soy de estar vestido como Kenny.
En estas latitudes los días en febrero tienen entre siete y diez horas de luz. Con maña, suficientes para visitar el atractivo natural más afamado de la región. El mismo horizonte despejado que posibilita ver auroras por la noche promete vistas ejemplares de Tombstone. ¡Estamos de suerte! El cielo tiene apenas una que otra nube y las postales se auguran dignas de anuncio navideño de Coca Cola. Eso sí, con cuervos y zorros en lugar de pingüinos propios de otro hemisferio.
Noby, un migrante japonés que cambió la multiculturalidad de Toronto por la inmensidad del Yukón, es nuestro guía. Hecho a las condiciones climáticas como si fueran cualquier cosa, se las arregla lo mismo para manejar sobre hielo que para tomar fotos. Recorremos Dempster Highway, la carretera canadiense que marca la división continental entre el Pacífico y el Ártico. Cerca de 800 kilómetros en dirección norte, el camino termina cuando se encuentra con el más pequeño de los cinco océanos.
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Probablemente somos las únicas personas en Tombstone, un parque en el que caben completos países como Eslovenia o El Salvador. Caminamos con raquetas. O mejor dicho, lo intentamos. Menos mal que a nuestra ropa le sobra de impermeabilidad lo que a nosotros nos falta de destreza. Un ratito a la intemperie basta para adorar al fuego. Precavido, Noby ha preparado la estufa en una de las carpas que forman parte de la infraestructura del parque. A diferencia de un nuevo centro interpretativo, cerrado en invierno, el resto es rústico.
El regreso a Dawson pasa, literalmente, volando. The Klondike Experience y Tombstone Heli Tours trabajan de la mano para ofrecer la vuelta en helicóptero. La emoción de ver las montañas desde las alturas esconde algo de culpa. No puedo dejar de pensar en el costo ambiental del capricho. Cuando menos, el clima y las habilidades como piloto de Nathan hacen del vuelo mucho más que un traslado. Tanto, que incluso si no tenemos suerte con las auroras, el viaje habrá valido la pena por las vistas.
Como en sintonía con las fachadas de Dawson, el atardecer llena el cielo de colores. No es particularmente tarde, pero las opciones para comer son reducidas. Vamos a Sourdough Saloon, una cantina que sirve hamburguesas de bisonte, una que otra ensalada y aros de cebolla. Sobre el lugar se ha escrito para medios reconocidos de diferentes rincones del mundo, pero su fama poco tiene que ver con gastronomía.
Aunque la cocina está cerrada, nos quedamos. En esta cantina hay razones de sobra para chuparse los dedos. Durante la Prohibición, un traficante de alcohol perdió su dedo gordo del pie por congelamiento. Cuenta la leyenda que, negado, lo guardó en licor. 50 años más tarde la botella con el dedo apareció en una cabaña abandonada en Dawson. Como en estas latitudes pocos desaprovechan un trago gratis, la persona que encontró la botella obvió el dedo. Así nació el coctel Sourtoe, cualquier espirituoso guarnecido con un dedo momificado.
Porque estamos en Canadá, un estado partidario de regular y seguir regulaciones, pienso que la leyenda sobrevive al acto. ¡Peco de iluso! Se trata, en verdad, de dedos amputados. Algunos por congelamiento, otros por distintas razones médicas. Para mantener viva la costumbre, más de un visitante ha heredado dedos al Sourdough Saloon y más de cien mil curiosos han optado por unirse al rito. Que por cierto, consiste no solo en tomar el trago, sino en tocar el dedo a remojo con los labios. ¡Todo un espectáculo! Eso sí, uno bien distinto al que nos espera más tarde.
A las once de la noche, cuando el termómetro marca -24 grados centígrados, Noby pasa por nosotros. Las auroras boreales no se entienden con la contaminación lumínica y vamos a las afueras del pueblo. Nos toma 10 minutos llegar a Midnight Dome, la cumbre de un cerro cercano con vistas de 360 grados. En otro año habríamos visitado un campamento diseñado para ver auroras, pero los efectos de la crisis climática son evidentes. El río Yukón no se ha congelado por completo y no hay forma de cruzar al otro lado.
En el lugar improvisado nos espera una carpa que resguarda sillas y el calor de una estufa. No pasan siquiera veinte minutos cuando la noche nos sonríe. Un halo de verdor rodeado de estrellas. Otro un poco más intenso. La actividad sube y baja en bucle. Noby trata de explicar lo que sucede con términos físicos y químicos. Y yo, que soy un tipo racional, no puedo dejar de pensar que lo que veo es magia. La culpa no es del frío que me tiene aletargado, sino del espectáculo. De pronto, los destellos empiezan a bailar y las luces se mueven en el cielo como confirmando, en un guiño de camaradería, que el momento es mágico. A eso de las tres de la mañana, volvemos al hotel.
Los siguientes días cerca de Whitehorse también vemos auroras. Alguna vez escuché a alguien decir que si pasas cuatro noches invernales en Yukón tienes más de 90% de probabilidades de ver auroras. No lo volví a escuchar ni a leer en ningún lado. Creo que el número tiene más de decir que de estadística, no estoy seguro. De lo que sí estoy seguro es que tuvimos mucha suerte. No sé si es porque fue la primera noche o por algo más, pero también estoy seguro de que el rato que pasamos en Midnight Dome se quedará conmigo así como una parte de mí se quedó en Dawson City. Por suerte, esa parte no fue mi dedo.
Marck Guttman es fotógrafo, escritor y partidario devoto del turismo sostenible. Dirige el blog Don Viajes y ha publicado más 800 historias en medios como Esquire y National Geographic Traveler. Las montañas son su lugar feliz y el pan dulce su primer amor.
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